Boletos, monedas y avivadas
La moneda cuesta más
que la moneda
Tendría unos cincuenta
años, robustiano, de mirada tranquila.
Sube al bondi en medio de una cola como
de diez o quince futuros pasajeros y ya
al lado del conductor le dice: mire que
no tengo monedas, me cansé de buscar,
llego tarde al trabajo, si usted tiene me
cambia.
El colectivero lo mira, en realidad lo mide
de arriba abajo y descarta, obviamente,
la pesada. Le dice que no tiene cambio,
que le pregunte a otro pasajero.
Y mientras el hombre se apresta con una
mirada entre serena e implorante a preguntar
por cambio, salta una voz, es otro de los
que está subiendo que le dice al
conductor: si usted no tiene cambio, pídale
a su empresa que le entreguen porque con
esta nueva moda de vender el cambio, eso
de que cien monedas de a peso valen ciento
quince, el cambio no aparece por ningún
lado.
Y salta una señora, menuda, medio
veterana, de rostro enérgico y curtido:
-qué quince, si cada vez se engolosinan
más, a mi marido le piden veinte
pesos por cada cien, les tiene que dar ciento
veinte pesos para conseguir monedas de 0,10,
de 0,50… y lo tenemos que hacer porque
teniendo un quiosco si no, ¿qué
vendemos?
A esta altura, el pasajero que no sacaba
boleto fue pasando. La conversación
había encrespado los ánimos
y el colectivero optó la callada
por respuesta. Observó que el que
había protestado contra la empresa
también pasaba sin pagar, pero todo
el resto había desembolsado lo suyo.
Y pensó para sí: tengo al
inspector aquí nomás. Ya van
a ver.
Y efectivamente, aun con pasaje parado,
el voluntarioso chancho, denominación
no del todo afable, sube al colectivo y
tras un corto diálogo en voz baja
con el chofer, inicia el control.
Interpelado, el pasajero cincuentón
le reitera todo lo que había dicho
al subir al colectivo, rematando con el
pedido de cambio para poder pagar. Se nota
que el inspector venía preparado
porque le espetó de mala manera que
ya no era hora de pagar el boleto, que ahora
le correspondía, por infractor, pagar
una multa y que no iba a tener problema
con las monedas porque iba a ser bastante
más abultada. El pasajero, impávido,
no hizo comentario, ignorando la filípica.
El inspector le ordenó que bajara
del vehículo y el señor siguió
en su sitio. El inspector subió el
tono y lo agarró del brazo.
En un instante la tensión se había
elevado hasta voltajes insospechables unos
minutos antes.
Y de pronto, como en una obra de teatro
de vanguardia, donde los actores surgen
del medio del público, varias voces
dijeron entrechocándose y superponiéndose:
“déjelo viajar, ¿no
ve que no tiene monedas?; siempre se meten
con el de abajo, ¡vaya a agarrar del
brazo a los que revenden las monedas!; son
ustedes, ¡ustedes mismos los que nos
asfixian con las monedas!; ¡déjese
de joder!
El chancho quedó paralizado. Tres,
cuatro, cinco voces lo habían increpado
y a la vez. En treinta años de laburo,
jamás había vivido algo parecido.
Tuvo que bajar a algún pasajero colado,
algún borracho, pero jamás
alguien se había entrometido.
Pero no podía siquiera decirles eso,
que no se metieran en lo que no les importaba.
Se defendió diciéndoles -disculpe,
pero nuestra empresa no vende las monedas.
Se las entrega al banco.
Verdad o mentira, la respuesta se hizo otra
vez a varias voces: -si esta compañía
revende o no a mayor precio, no sé,
pero sí es seguro que son los colegas
suyos, ¡hable con ellos!; Mi marido
las compra, todas las semanas a colectiveros;
él llama a dos compañías,
los llama por teléfono primero y
ordena el pedido y ni siquiera sabemos lo
que le dan, porque no hay como contarlas
al recibirlas, hay colas enormes y ni lugar
hay para hacerlo. Todo viene en bolsitas
de plástico.
Un joven de anteojos y melena, con aspecto
de lector, que no había dicho nada
hasta ese momento, comenta: -son como dice
Galeano, ¡primero te paralizan y luego
te venden la silla de ruedas! La frase recogió
un eco fuerte, estentóreo: somos
gente de a pie, no paralíticos, nos
tienen podridos sacándonos el mango
hasta de las putas monedas que tenemos que
usar para viajar, para hablar por teléfono,
para comprar cualquier cosa!
El chancho se bajó por la puerta
de atrás, pidiendo parada como cualquier
mortal. El pasaje festejó a los dos
colados como si fueran los Rosa Park* de
Buenos Aires.
Telón de repente.
¡Qué bueno sería que
no fuera cuento!
Con esta escena de teatro callejero, nos
sumamos al tema del número de la
revista.
Luis E. Sabini Fernández
[email protected]
* Rosa Park es la afronorteamericana que
un buen día, en 1955, se negó
a ceder el asiento que, cansada, había
ocupado en zona del bus prohibida para “negros”.
Fue encarcelada, pero con su “desobediencia
civil” se desató un movimiento
social en EE.UU. que acabó con la
segregación, al menos la oficial.
El Abasto n°113, septiembre de 2009