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Reflexión sobre nuestra creciente escasez de tiempo

Tiempos de vida,
tiempos faltantes

Antes, uno se preparaba quince días para un cumpleaños, un aniversario, un viaje cortito nomás, una cita….
   Ahora, tiene uno que ir salteando cumpleaños, propios y ajenos, aniversarios, recepciones, citas, funciones de cine, y tantas otras instancias en los círculos de relaciones y contactos que uno tenga, ya sea como colega, como trabajador, pareja, padre, abuelo, amigo…
  Antes, el tiempo era el momento, en que uno iba acomodando sus más o menos múltiples tareas. Ahora, con el arrollador avance de tiempo como materia prima escasa, como la materia prima faltante por excelencia, lo que ha ido pasando es que uno no atina a encajar sus diversas tareas en tiempos y secuencias ordenadas… siempre falta tiempo hasta para completar lo más básico y elemental.

Uno de los rasgos más llamativos es que la falta creciente de tiempo proviene en buena medida de la aparición sucesiva y sostenida de técnicas e instrumentos, maquinarias diseñadas para… ganar tiempo.
   El auto, nos lo “vendieron” para hacer en quince minutos lo que en medios de transporte tradicionales iba a llevar una, dos o tres horas, por ejemplo.    Efectivamente, cuando los automóviles empiezan a tomar velocidad, el automovilista cubría la misma distancia que un carro o un sulki en la décima parte del tiempo, o la quinta, respectivamente.
  Sin embargo, vemos que hoy en día, la velocidad crucero de un auto en la capital federal no llega a los 20 km por hora, tal vez no llegue ni a los 15… Por eso es tan fácil y frecuente ver hoy que un ciclista, sin esforzarse ni andar en “carrera”, apenas pedaleando en paseo, suele andar a la par de un auto durante kilómetros. Y este ejemplo, que he verificado y no en pleno centro sino en barrios capitalinos, se cumple sin que el ciclista tenga senda propia, apenas seseando entre automotores de todo tipo…
   Si hablamos del microcentro, la paralización de automotores es mucho mayor, Quien esto escribe ha verificado caminar a la par de colectivos más de un kilómetro, “sobrepasándose” mutuamente nunca por más de una cuadra o dos… es decir, cumpliendo el micro en ese caso una velocidad crucero de unos 4 km por hora….
   El auto conserva aquella diferencia de velocidad con que fue concebido, pero en la ciudad se ejerce apenas en el 1% o 2% de los casos. En calles desiertas, por ejemplo.

El teléfono también fue diseñado para ganar tiempo. Pero este invento también se muerde la cola… o nos la muerde a nosotros. En primer lugar, porque buena parte del tiempo ganado se aplica a atender necesidades surgidas, precisamente a partir de la existencia del teléfono.
   En segundo lugar por algo que hemos ya explicado en esta columna y al lector amable lo invitamos a que repase el número 105, “Progreso no es lo mismo que rentabilidad”, donde tratamos de explicar cómo las cintas grabadas que nos brinda el mundo empresario, so pretexto darnos ventajas y de que ganemos tiempo, en rigor, nos hace gastar a nosotros un enorme caudal de tiempo para ahorrarse la empresa los salarios de un cuerpo de telefonistas que haría mucho más fluidas y cortas, y mucho menos frustrantes, las comunicaciones de consumidores y clientes, obligados a enfrentar cintas grabadas pre-programadas que tan a menudo satisfacen una información que NO es la que buscamos.
   Y en tercer lugar, y eso lo vemos claramente con los celulares, porque el cliente-consumidor emite ahora una comunicación necesaria por cada diez totalmente prescincibles: ahora estoy en el tren… dejáme ver, estoy en Haedo, así que en unos 20 minutos estoy; hola, todo bien. llego en hora, sí, qué tal, ya estás en casa?, yo estoy llegando; llevo los pañales como dijimos; aquí ahora no llueve, ¿allí?
   Todos las podemos escuchar cada día (porque, además, la comunicación innecesaria, como la imprescindible, o más que la imprescindible, es intrusiva, se hace en voz alta, como si la estuviéramos que compartir).

Nos hemos estado agrupando cada vez más. Amuchando. Las estructuras habitacionales que más se desarrollan, en el mundo entero, son las megalópolis. Como Buenos Aires.
   Cada vez son más frecuentes los viajes de casa al trabajo y viceversa, de dos horas por tramo. De hora y media. Y de dos horas y media.
  Cada día millones de habitantes aplican tres, cuatro, cinco horas a desplazarse, a prepararse, a “ponerse en sus marcas” para arrancar o terminar con la jornada. No nos extrañemos que nos falte tanto tiempo.
  La humanidad tuvo, casi siempre, su habitación y su trabajo cerca. A pocas cuadras en los pueblos, a pocos cientos de metros en el campo. Eso significaba que no existían los tiempos de traslado al trabajo y del trabajo. O eran mínimos.
Con las grandes concentraciones urbanas (y con las grandes explotaciones rurales también) los tiempos de traslado son tiempos muertos desde el punto de vista económico y en general existencial que hay que restar a los ahorros de tiempo que las formas de vida moderna nos ha dado.
   Fue proverbial saber de estudiantes que, por ejemplo viajando en tren de una ciudad a otra, de su ciudad natal al centro de estudios, “hicieron” su carrera estudiando en el tren. Pero estamos hablando de una época en que el tren llevaba pasajeros sentados, holgadamente dispuestos, donde el tren le otorgaba a cada pasajero un espacio mínimo de tranquilidad… ¿qué tiene que ver eso con el actual viaje en tren, donde el mayor porcentaje de viajeros lo hace como sardinas en lata?
   Las empresas dedicadas a tener ganancias dirán que han “optimizado” el uso del tren, porque ahora viajan 300 en el vagón en que antes viajaban 60, pero para la calidad de vida de nosotros, los “particulares” no hay optimización alguna, al contrario, deterioro de la calidad de nuestros tiempos cotidianos.
¿Qué hacer? ¿Seguir “amuchándonos”? ¿O tratar de airearnos?

Luis E. Sabini Fernández
[email protected]



Revista El Abasto, n° 121, junio, 2010.


 

 

 

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