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Anécdota del mal-viajar colectivo

Tránsito porteño III


En las dos últimas ediciones de El Abasto les he presentado a los pacientes lectores el tema del tránsito de la ciudad de Buenos Aires, con aspectos que entendí significativos. Por empezar, a partir de la incalificable tragedia de Once, donde quedaron para siempre las preguntas de por qué no andaban los frenos, si ya en cada estación debían ir frenando antes, mucho antes del andén, por qué no funcionaron los topes hidráulicos, concebidos justamente para absorber topetazos de hasta unos 20 km por hora, la velocidad con que aproximadamente el tren incursionó en la estación…
    En el número anterior procuramos ver la efectividad, o inefectividad de algunas restricciones establecidas por la administración capitalina para el ingreso de automóviles al centro, más micro que macro…
    Y examinar la proyección, altamente auspiciosa, de las bicicletas en la ciudad. Aunque observando que las bicisendas eran a menudo una engañifa, reconociendo a la vez que doblegar la supremacía del auto no es tarea fácil…
    Nos quedó entonces, y prometimos al lector, abordar la cuestión del tránsito desde los servicios colectivos particularmente, la red vial de trenes de corta distancia, la de subterráneos y la de colectivos.
    Me voy a permitir distraer el lector con una anécdota vivida hace apenas un par de días, y que me consta deben conocer por experiencia propia la inmensa mayoría de lectores, pasajeros de Buenos Aires.
    Había caminado unas veinte cuadras para tomar en Nazca al 1800 el colectivo (110) que me arrimaría al lugar en que vivo. Llega uno, del ramal más apropiado para mí, lo tomo y no habían pasado diez cuadras cuando se va entreparando.
Antes de llegar a Nogoyá estábamos decididamente frenados. Las barreras bajas del San Martín obstruían el paso, aunque podíamos ver a la distancia que por el medio de la calzada cruzaban por goteo constante, camiones y autos…
    Las barreras estaban bajas pero no pasaba “nunca” un tren. Una pasajera recién ingresada comentó que no podían cruzar trenes puesto que estaban todos detenidos en la estación Villa del Parque porque había habido una tragedia…
    Luego de esperar un buen rato, le sugerí al colectivero por qué no se largaba por Nogoyá a la derecha para cruzar por Terrada. Me contestó que esa barrera estaba igualmente baja. -¿Y por qué no a la izquierda y cruzar por Campana? Me miró e hizo una seña de despreocupación. Le pregunté entonces por qué no llamaba a la estación de tren, apenas dos o tres cuadras, para que enviaran a alguien que regulara lo de las barreras bajas o las mantuviera altas…. me miró como se mira a un marciano y me dijo:
-¿Yo voy a andar llamando? Llame usted si quiere.
Luego de unos quince minutos decidí bajarme e irme caminando. La treintena de pasajeros, sentados, seguía como si estuviera en el mejor de los mundos. Calladitos. Serenitos. Lo que yo calificaría como caballeritos (y damiselas) ingleses.
La fila de colectivos 110, se había alargado considerablemente y los choferes hacían sociabilidad juntándose de a dos o tres en los diversos vehículos.
    Entonces, al bajar y dirigiéndome al conductor que me transportaba a mí, y con quien ya había cruzado las preguntas y respuestas reseñadas, le comenté, sin levantar la voz pero con inocultable tono crítico: -usted tiene a cargo 30 pasajeros y debe ser usted el que tome alguna medida, como ir por otra vía o llamar a una estación que está tan cerca…
    -¿Y por qué yo? Ayer aquí pasó lo mismo y esperé 50 minutos. ¿Por qué voy a andar haciendo…
    -Porque usted está a cargo de este coche, de todos estos pasajeros que quieren llegar…
    Intervino entonces un segundo colectivero que escuchaba con creciente enojo mi intervención y repitió lo que ya había dicho el primero: -¿Tengo yo que andar llamando… a quién?, andá tomátelas -me dijo, seguramente embravecido por el número que allí lo favorecía y porque la patoteada es deporte popular.
    Los restantes pasajeros seguían en el mejor de los mundos.
    Me despedí invitándolos a que evacuaran sus necesidades.
    Sin embargo, a poco de andar, me sobrepasó una chica que reconocí como otra pasajera del mismo 110. Le comenté que ella tampoco había aceptado quedarse tranquilamente y que era una pena que yo me hubiese enzarzado con preguntas y respuestas con el colectivero y que nadie hubiese dicho una palabra (porque al final, el “diálogo” había subido algo el tono y seguramente escucharon al menos los más cercanos).
    Me contestó sabiamente: -la gente nada dice porque sabe que nada cambia. ¿Para qué pedir algo que no va a pasar?
   -¿Pero acaso lo que le pedía es tan insensato?
-No, estaba bien…
-Y bueno, entonces se trata de escorchar a vez si alguna vez hacen algo…
Me miró sonriente. Pero su filosofía era clara. No se puede gastar pólvora en chimango. Y para peor, con chimangos que se ponen enseguida tan susceptibles…
    Caminé otras 25 cuadras, porque era impensable reclamar el boleto por el trecho sin hacer o por el mínimo trecho hecho; seguí el itinerario del colectivo y no apareció, ni ése ni ningún otro a lo largo de las 25 cuadras.
    Moraleja: el colectivero a bordo de un vehículo parado, sigue tan autista como el automovilista que vemos cada día, con el celu, atrasando el tránsito ajeno, o arriesgando y zafando porque otro automovilista le salva el trance; o sigue tan autista como el que estaciona en la línea de edificación obstruyendo toda la visual en una esquina, o el taxista que detiene su vehículo en cualquier lugar, para que “su” pasajero no camine no ya diez metros sino ni siquiera dos, obstaculizando toda la circulación imaginable o el que pone luces de emergencia con las cuales se siente autorizado a bloquear cualquier avenida o calle en doble fila y anche en triple…
    En Buenos Aires, al parecer, el conducir es un ejercicio tan coral como el de la almeja enterrada en la arena…

Ese comportamiento insensato para el tránsito que es necesariamente colectivo, y más aun, un verdadero ensamble, parece asimismo el propio de las “autoridades”.
    Cómo explicar si no, que la línea 99, por ejemplo, que dice ostensiblemente en su frente, que llega a Plaza de Mayo, se estacione a por lo menos seis o siete cuadras. El colectivero a quien le hice la pregunta (porque por no ser línea de mi uso habitual, desconocía su paradero real), me comentó: -esta línea tenía prevista 30 unidades, funciona con 20, por eso han acortado los recorridos…
    Y unas pequeñas grajeas sobre frecuencia, tomadas al voleo, desde mis lugares de tránsito laboral:
- En Av. Goyena, he verificado el paso de once 126, de tres 88 (bus de larga distancia y baja frecuencia) antes de que aparezca el primer 134.
- En Nogoyá y Nazca, exactamente igual: he verificado el paso de catorce 47, once 84 antes de que aparezca, tras más de 23 o 24 minutos de espera, un primer 134. A veces no son 14, “apenas” 11 o 12…
- La 168-90 tiene dos destinos: Chacarita y Gral. Paz en Devoto. Los que van a Chacarita, que a veces son más que los que van a Devoto, pasan sistemáticamente con asientos vacíos. Y los que van a Devoto, suelen ir atiborrados. Esto, que puede ser entendible de modo provisorio, hasta conocer caudales, se repite desde hace por lo menos diez años, cuando se configuró el doble destino.

Me temo que muchos pasajeros pueden ejemplificar con “performances” similares para muchas otras líneas.
    Total, la supervisión, la coordinación no parece ser sino la que la propia empresa establece. El “autismo” se mantiene en el nivel empresario. Y en el del gobierno.

Luis E. Sabini Fernández
[email protected]


El negocio de las grúas levanta...
Según Comunas24, sólo en el centro de la ciudad, Retiro y Recoleta, cada mes las grúas porteñas acarrean en promedio 12.000 autos estacionados en infracción. Otro informe de Diario Z, de hace un par de años, sostenía que cada una de las dos empresas contratadas levantaban 6.500 autos por mes (en toda la ciudad).
    Las empresas encargadas de la remoción de autos en la CABA son dos: Sistema de Tránsito Ordenado (STO, de Dakota SA) y Sistema de Estacionamiento Controlado (SEC, de BRD).
    Ambas empresas operan con permisos precarios, porque tienen sus contratos vencidos desde 2001, y sin embargo, son cada vez más las grúas que tienen en su haber.

Revista El Abasto, n° 143 , mayo 2012.


 

 

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