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por Viviana Demaría y José Figueroa
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Me crucifican
y yo debo ser la cruz y los clavos
Me tienden la copa
y yo debo ser la cicuta
Me engañan
y yo debo ser la mentira
Me incendian
y yo debo ser el infierno

“El cómplice”
Jorge Luis Borges

La mañana del 26 de junio está fría: 10 grados. Un hombre de negro -a la siniestra del General- contempla con esmero el protocolo de asunción de mando de su General. Al General se lo ve satisfecho y complacido cuando mira el bastón que se le ofrece. Aquel hombre (enfundado en un abrigo cruzado con seis botones) cual Napoleón, ha ocultado su mano derecha debajo de la solapa. Quizás Dios le ha susurrado que no lo haga. Que al César lo que es del César. Sus ojos inquisidores no se pierden detalle. El foco de la cámara guarda para siempre el instante en que el General sonríe, los ojos fijos en el bastón presidencial, las manos urgentes por tomarlo y en el entorno, un aire castrense. Definitivamente el hombre del abrigo, no es un testigo más. De pronto el General –que ya es Presidente- dice unas palabras al oído de Jorge Garrido, el perpetuo escribano mayor de Gobierno, quien se dirige a la figura máxima de la Iglesia argentina -el Cardenal Caggiano- y cortésmente le ofrece la lapicera para que él también firme el acta. Caggiano mira al flamante Presidente Onganía quien le devuelve una mirada benevolente. Y con ese permiso, Caggiano desenvaina su diestra y rubrica el Estatuto de la Revolución Argentina que subvierte el orden constitucional. No es la mano de Dios la que eso suscribe.

 

El Monje-Soldado

El 24 de agosto de 2009, exhala el último suspiro, aquel lejano cruzado, autor de las consignas de la Revolución Libertadora. El oscuro ser creador de la frase “Cristo Vence” y del santo y seña “Dios es Justo”, abandona para siempre este mundo. Ha muerto el autor de las frases que marcaron la vida –y la muerte- de miles de argentinos, convirtiéndolas en historias transidas por el dolor provocado por la materialidad de aquellos lemas. No serían sus únicas acciones de guerra. Once años después, será el principal mentor del golpe de Estado contra Illia. Nacionalista de la extrema derecha católica -al estilo de la Falange española-, admirador de Franco y Musolini; monárquico e hispanista. Abominó el sistema institucional liberal y su democratismo, la masonería, el racionalismo, el laicismo, el progresismo, el socialismo, el comunismo, la lucha de clases y la secularización de la sociedad. Más papista que su Papa, Pío XII, de quien recibió la proclama planetaria de “instaurar todo en Cristo”. La lucha total contra el Maligno.
   Juan Francisco Guevara (al contrario de las vírgenes que fueron ascendidas al grado de “generalas”), jamás prosperó en su carrera: fue el eterno coronel. Todos sus circunstanciales aliados, parecen haberlo olvidado, desconocido, borrado de su agenda. ¿Quién podría reconocerse amigo de aquel que inscribió la noción de guerra santa contra el propio pueblo argentino? Aquel que desde los “Cursillos de Cristiandad”, organizó toda la red golpista que se materializaría aquella mañana del 26 de junio de 1966. El ingeniero y creador de ese instante excelso de gloria divina: la unión de la cruz y la espada: el primer acto de gobierno de Juan Carlos Onganía.
   La invitación realizada al Cardenal Antonio Caggiano a firmar el acta de la Revolución Argentina instantes después de que Onganía fuese instituido Presidente de la Nación, fue la acción pública –concretada ante la vista de todos– que expuso los motivos profundos y sustanciales del golpe de Estado: el acceso al poder de la sociedad secreta que habían conformado una casta militar mesiánica, una jerarquía eclesiástica preconciliar, una oligarquía empresarial y un conjunto de intelectuales de ultraderecha. Esa foto, que inaugura la quinta dictadura, tiene por objetivos implementar la “Ciudad Católica”, bajo el modelo sociopolítico de la Edad Media.
   El Presidente de la Conferencia Episcopal, Vicario General Castrense y Cardenal Primado de la Argentina , Antonio Caggiano, fue quien inauguró los primeros cursos de guerra contrarrevolucionaria dictados en el Ejército. En 1961, prologó la edición en castellano de “Marxismo Leninismo”, el libro escrito por el católico integrista francés Jean Ousset, (fundador además del grupo paramilitar “Cité Catholique” conformado por criminales de guerra en Indochina y Argelia), para orientar a los soldados católicos en la “lucha a muerte” contra el comunismo. Quien tradujo el libro citado y prologado por Caggiano, fue el coronel Juan Francisco Guevara, -que era a su vez- el jefe de Inteligencia del Ejército.
   Amortajado a la usanza de los caballeros medievales, el cadáver viste la sotana de novicio. Sobre ella, brillan dos condecoraciones castrenses. Está obviamente el sable que establece su condición de soldado. Entre sus manos, un crucifijo. Derrotada por fin la biología, comienzan las plegarias sin fin que culminarán en el himno Christus Vincit cantado a todo pulmón. Veinte días antes había renunciado a los bienes del mundo y había ingresado como novicio en la Congregación del Verbo Encarnado en San Rafael, Mendoza.
   Ya nada queda de él en este mundo, ni los bienes ni su aliento. La sentencia final polvo eres y en polvo te convertirás es infalible y llega con toda su crudeza. Antonio Caponnetto –aquel que hace días dijera que el Papa Francisco encarna la traición a la iglesia– con su lengua diabólica eleva glorias y loores en el cortejo del último soldado de Cristo. A Juan Francisco Guevara no lo acompañó el silencio como a los que murieron por su mano. A él no lo acompañó el silencio… pero sí lo cubrirá el olvido, que es la verdadera muerte de los verdugos.


Primavera del 66

Santiago no sabe que el 7 de septiembre una bala lo encontrará para ponerle fin a su vida. Desde el furgón policial número 8, varios policías descienden empuñando ametralladoras PA3 para tomar posición de tiro frente al Bar Dublín y les cortan el paso a los estudiantes que avanzan por la Avenida Colón. Uno de ellos detiene a un muchacho. Luis Saavedra se abalanza indignado, forcejea y logra que el policía suelte al estudiante. La corrida es inevitable. Uno huye por la vereda, el otro por la calle. El policía quieto, sin dudar, le apunta con su 45 y dispara varias veces. Una de esas balas le atraviesa la cabeza, justo frente al Cinerama.
   La batalla feroz contra la muerte se juega afuera y adentro del Barrio Clínicas. Otra batalla idénticamente desigual se juega afuera y dentro del Hospital. Afuera los estudiantes controlan 20 manzanas, 20 pedacitos de cielo y la policía se repliega. Les llueven piedras, botellas, macetas y muebles desde cada azotea. Adentro los médicos Redoni, Ruiz y Andrise de la guardia del consultorio de urgencia le practican una traqueotomía al joven. El alumno Gigena está a cargo de transfundir los 8 litros de sangre RH negativo necesarios para mantener esa vidita. Esa trágica noche, es su primera experiencia profesional a las órdenes del anestesista Domínguez. 23 dadores de ese escaso y raro grupo sanguíneo cargan otros frascos. Afuera, Córdoba arde. Adentro, el cirujano Gotusso, decide colocarle el respirador artificial. Todo está perdido para la Universidad de Córdoba. Todo está perdido para Santiago: coma cerebral, pérdida de masa encefálica, cerebro edematoso con micro hemorragia. La sangre de los dadores y el respirador, lo mantienen vivo. Paradójicamente ese hilo de vida es lo que evita una tragedia mayor. Decenas de estudiantes esperan el permiso que su muerte les daría para vengarlo. Muchos, ya han decidido tomar las armas. Finalmente Santiago morirá el 12 de septiembre, lo suficientemente tarde para evitar cualquier reacción; lo suficientemente temprano para esa dictadura. El horror ya ha triunfado tanto adentro como afuera. Ese fuego no se apagará… volverá con nuevos bríos en 1969 y lo llevará puesto al dictador evangélico.

Santiago Pampillón nació en Mendoza, el 29 de marzo de 1942, pero fue un cordobés por adopción. Allá, en la apacible capital cuyana, había concurrido a la escuela primaria Agustín Álvarez, para luego trasladarse a Córdoba e ingresar a la Escuela de Suboficiales de Aeronáutica, donde llegó a ser abanderado. A fines de 1964 pidió la baja, pero no regresó a su tierra; se quedó en Córdoba y al año siguiente ingresó a la facultad de Ingeniería para seguir la carrera de Aeronáutica. Para pagar sus estudios, consiguió trabajo como operario de inspección de IKA-Renault, en la planta Santa Isabel. El joven Santiago, uno de los 11.362 operarios que tenía la fábrica por aquellos días, era, además, subdelegado gremial del Smata, el poderoso gremio de los mecánicos. Vivía en una pensión y se lo tenía por un trabajador aplicado, tanto, que la empresa lo había becado para que estudiase inglés en el Instituto de Intercambio Cultural Argentino Norteamericano.

Santiago Pampillón
no era un estudiante más.
Santiago Pampillón
no era un obrero más.
El problema con Santiago Pampillón
es que era un Hombre Nuevo.


Flores sencillas para un recuerdo

"Eran las 15:40. El sol de una primavera vecina del invierno comenzó desde temprano a despertar de su letargo al pavimento, al aire y a la gente. Y los jóvenes, primeros en sentir con su espíritu de tales el asomo primaveral, rindieron los nacientes pétalos a la memoria de un joven como ellos, que la intolerancia de los hombres hizo tronchar pleno de promesas; un tallo que comenzaba a florecer en la vida. Las flores, frágiles con su lenguaje juvenil, sirvieron como homenaje del estudiantado de Córdoba a Santiago Pampillón. Sí; esas flores que alguien colocó sobre la céntrica Avenida Colón, en la cuadra del 300, donde el infortunado cayó el miércoles. El pavimento, negro de origen y de luto, tuvo dos significativas manchas que no eran otra cosa que un clavel blanco y otro rojo. Al frente, atado a un árbol, un pequeño ramo fue colocado. Medido el tiempo, poco fue lo que duró el homenaje. La recordación perdurará lo que no pudieron permanecer esas flores, ya que la policía se las llevó…"

[Fragmento de La Voz del Interior, septiembre de 1966]



El año de la Reforma vio nacer a Hilario Fernández Long. Acunó su llegada a este mundo y –como un oráculo– sus premisas signarían cada tramo de su vida. Sus inquietudes lo llevaron a graduarse de ingeniero con diploma de honor en la UBA en 1941, mientras colaboraba con otros dos pioneros –los ingenieros Pedro Vicién y Armando Ballofet– en la creación de una computadora analógica para la resolución de estructuras.
   Acompañó la investigación y la docencia con una vida profesional intensa. Intervino en los proyectos del Banco de Londres, de la Biblioteca Nacional y del edificio de IBM, entre otros.
   El 28 de junio de 1966 se encontraba en el ejercicio del cargo de Rector de la Universidad de Buenos Aires cuando con valentía y claridad escribe junto a los miembros del Honorable Consejo Superior la manifestación institucional más clara y contundente en repudio a la subversión del orden democrático.
Poco tiempo tardaría en llegar la represalia por aquella decisión. El 29 de julio el golpe de estado encabezado por Juan Carlos Onganía avasalló la autonomía universitaria aquella oscura noche de los Bastones Largos cerrando la época dorada de la vida universitaria argentina.
   Mucho tiempo pasaría hasta 1983 cuando nuevamente el Estado de Derecho –bajo la presidencia del Dr. Alfonsín– lo convocara como miembro de la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (CONADEP) y se hiciera visible su participación en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) de la que fue miembro del Consejo de la Presidencia. Entre sus últimos reconocimientos recibió el de Doctor Honoris Causa otorgado por la UBA, la universidad de sus desvelos.


Rebelión en la granja

Han pasado sólo 45 minutos del Golpe de Estado que derrocara al Presidente Humberto Illia. A las 4 de la madrugada, un documento valiente, audaz y categórico llama a la resistencia. Es la Universidad de Buenos Aires que manifiesta que se ha quebrantado en forma total la vigencia de la Constitución; convoca a los claustros a defender la autonomía universitaria y los compromete serenamente a recuperar la democracia. En apenas nueve renglones, acusa a quienes han subvertido el Estado de Derecho y convoca a la desobediencia civil.
En medio de un consenso unánime, es un grito en el desierto. Pero la voz prende y se agiganta. Aún en medio de los hechos categóricos, es una luz íntegra ante las sombras siniestras que se vienen. No les será perdonada tamaña insolencia.    En la rotonda de Diagonal Sur, un carro de asalto de la Guardia de Infantería de la Policía Federal, aguardará estacionado a que el General Mario Aníbal Fonseca imparta finalmente la orden que llegará a los treinta días del inicio del Quinto golpe de Estado.
   Alrededor de las 20 hs. los efectivos de la Federal han acordonado la rotonda del monumento a Roca. Sobre la Manzana de las Luces pende la espada de Damocles y hierve el interior del edificio de Perú 222 mientras se decide la toma pacífica de la Facultad de Ciencias Exactas. Antes de la medianoche del 29 de julio de 1966, una brutal fuerza represiva toma por asalto la Universidad de Buenos Aires. Los jerarcas la han bautizado “Operación Escarmiento”.
   De las pocas fotografías que se disponen, una nos llama poderosamente la atención y nos obliga a interrogarla. En ella, se puede apreciar –de izquierda a derecha- el cañón de un arma larga, cuya sombra se proyecta en el tronco del árbol. El perfil de un policía Federal detrás del tronco del árbol. Dos integrantes de la Prefectura Naval Argentina, cada uno con fusiles máuser… y un tipo de civil, blandiendo una pistola 45.
   Observando la imagen se vuelve evidente que la Fuerza de Tareas no se limitó a lo que el relato histórico ha naturalizado sobre “La Noche de los Bastones Largos”. En la primera línea actuaron los veteranos. Aquel Destacamento de Gases que hacía un mes había sacado por la fuerza al Presidente Illia. La segunda línea estuvo integrada por una masa compacta de la Guardia de Infantería. Destacada actuación tuvieron también los clásicos azulados. Así mismo se hizo presente el Cuerpo de Bomberos de la Federal. Inversamente proporcional a la fuerza empleada, fue el silencio que cayó sobre los demás invitados a participar del escarmiento: la Prefectura Naval y los civiles armados que prestaron una desinteresada ayuda. Del mismo modo fue silenciada la carga de caballería al mando del Subinspector Jorge Guillermo Huber.
   En sintonía y solidaridad con el vaciamiento de la universidad pública, el 95% del cuerpo docente de Sociología de la Universidad Católica Argentina, renunció. 200 alumnos de la Universidad del Salvador buscaron el exilio, 78 alumnos de Sociología, Economía y Derecho fueron suspendidos, 42 profesores de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas fueron amonestados, se eliminaron los periódicos estudiantiles “Reencuentro” y “Sociología”; y los carros de asalto de la Guardia de Infantería –tan familiares y parte del paisaje de la vida en la universidad pública– culminaron apostados en las puertas de la Universidad Católica Argentina a solicitud del Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Caggiano.


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Revista El Abasto, n° 159, septiembre 2013


 

 

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