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Por Viviana Demaría y José Figueroa
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Schopenhauer (aún más asombrosamente)
diría que el niño mira sin horror a los tigres
porque no ignora que él es los tigres
y los tigres son él o, mejor dicho,
que los tigres y él son de una misma esencia,
la Voluntad.

Jorge Luis Borges
Margarita Guerrero

Manual de Zoología Fantástica

La Guerra de los mundos

Desde que la humanidad habitó y se extendió sobre la faz de la tierra, desde que las palabras salieron de la boca de los hombres y nombraron a la creación, dos mundos (o por lo menos dos) han coexistido y coexisten en esto que llamamos La Tierra.
    La humanidad y la naturaleza se tensan desde entonces por el dominio y el reinado del planeta. Siglo tras siglo las palabras avanzaron como tifones sobre lo real – sobre aquello que es innombrado – y la naturaleza ha respondido con sus recursos, a veces resistiéndose, otras dejándose domesticar y otras rebelándose.
La maravilla, lo monstruoso, lo exótico y salvaje han atrapado la atención de la humanidad como si en algún lugar recóndito los hombres sospecharan que—como dicen Borges y Guerrero, “son una misma esencia, la Voluntad”
Esta historia, es el relato de uno de los destinos de la pugna entre los mundos; más aún, del encuentro y el desencuentro entre la naturaleza y la cultura en la ciudad de Buenos Aires.

La vida en la jungla

En 1883 aun se podía nacer sin dificultad en la jungla. Prueba de ello fue la llegada a este mundo del elefante Dalia. Vio su primer amanecer acompañado por su madre y la manada a la que pertenecía. Protegido por sus mayores, aprendió la supervivencia, el descanso, la furia y el tiempo del amor.


A los 18 años portaba sus cinco toneladas de peso y sus tres metros de altura con gallardía y elegancia. Atento a sus aprendizajes, reconocía los frutos dañinos de los saludables; sabía de memoria el camino hacia el río y se alimentaba con hierba siempre fresca.
    Las estaciones les eran familiares y los ciclos de la naturaleza se llevaban bien con la vida que discurría en su pequeño paraíso al sur de la India. Tenía para sí un cielo estrellado, un horizonte infinito, un mar de amigos con quien compartir la jornada y otros tantos enemigos con los que había aprendido a lidiar.
Su oído agudo le permitía escuchar a cincuenta kilómetros a la redonda y los 40 km por hora que alcanzaba en la carrera eran una excelente defensa que resguardaba su integridad.
    Conocía sus fortalezas y debilidades.
    Una compañera y un tiempo sin reloj eran su hogar.
    Hasta que en 1922 fue capturado para finalmente terminar sus días en el Jardín Zoológico de la Reina del Plata.


Desde la India a Palermo

El barco, los grilletes, las mareas, el espanto de no sentir tierra firme, aire de frente, fresco y seguro de su tierra fueron los primeros modos de domesticación por medio del terror de esa gran naturaleza arrebatada de su hábitat. Entre dos y tres meses de viaje, navegando a pura vela y griterío humano, sólo el recuerdo de los amaneceres junto al río o la fruta fresca elegida de los árboles pudo mantener con vida a Dalia. Ya las tortas con bromuro eran conocidas por su efecto inmediato adormeciéndolo lo suficiente para que no entre en pánico y descalabre la cascarita de nuez que era esa nave en el medio del océano.
    Sus heces, que en la naturaleza se fundían en la tierra y abonaban el rico territorio que habitaba, ahora estaban envolviéndolo en un soporífero sueño hecho de residuos y sal. Muchas lunas y soles pasaron sobre la cabeza de Dalia que, encerrado en la bodega del barco, seguramente creyó que a él le había tocado el infierno. Hasta que a lo lejos, se divisó por fin la ciudad de Buenos Aires, tierra firme, húmeda, ruidosa y asfaltada… pero firme al fin.
Con el paso de los años, Dalia comprendería que el verdadero infierno, aun estaría por llegar.


Izquierda: emisión de sello postal referida a la conmemoración de los 200 años del Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia, que en sus cuatro valores presenta el logotipo de esta institución, CONICET, y las leyendas 1812-2012. Apreciamos en ella la
fotografía del montaje del esqueleto del elefante Dalia, fusilado en el zoológico de Buenos
Aires, en 1943.Derecha: la entrada del zoológico inaugurado en 1888.

 

La vida en Buenos Aires

La aldea ya había cumplido su primer centenario de la Revolución de Mayo, el primero también de la Independencia, Carlos Thays había llenado de verdes amigos las calles y paseos de la ciudad y Boca - River ya eran un clásico. El Parque Tres de Febrero era un paseo ineludible para los domingos porteños, y el mundo de los niños oscilaba entre aquellos que tenían la posibilidad de disfrutar de los barriletes y la escuela y los que estaban definitivamente condenados a las madrugadas para encontrar su sustento como canillitas.
     
La Liga Patriótica había hecho su aparición pública dejando su huella en la historia argentina y en un minúsculo lugar del ejército se encontraba, germinal, la semilla del GOU.
    
Mientras pasaban los años para Dalia, definitivamente instalado en el “Templo Hindú” – construcción especialmente pensada para los elefantes dentro del Jardín Zoológico – fuera de los límites de su artificial mundo, sucedía la vida humana sin solución de continuidad.
    
Llegados los años '40 los bares porteños y las reuniones de la “sociedad” abordaban como tema obligado las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial, el destino de Sacco y Vanzetti y el final de la tripulación del acorazado alemán Admiral Graff Spee.
    
Por las tardes los niños podían emocionarse con las películas de Walt Disney, recorrer el Parque Japonés o disfrutar a más no poder con el espectáculo de la troupe de Iván Zeleznizck – El Hombre Montaña – en el Luna Park, donde ya asomaba rutilante la figura de un jovencísimo Martín Karadagián. Y en cada hogar, el sonido de fondo de Radio Splendid, acompañaba a las amas de casa en su cotidiano ir y venir.
   
Fumando Caravana, las calles de Buenos Aires eran ocupadas en las noches por los adultos llenando cines y teatros para ver a sus estrellas favoritas: Humprey Bogart, Ingrid Bergman, Fred Astaire, Rita Hayworth, Clark Gable y Lana Turner venían desde el maravilloso mundo de Hollywood a llenar de expectativas, amor, pasión e intriga los corazones de los amantes del cine. Mientras que nuestra Niní Marshall nos pintaba de cuerpo entero, escandalizando a la oligarquía y arrebatando sonrisas a más no poder en las clases populares.
    
En los teatros porteños Pepe Iglesias “El Zorro”, Tita Merello, Anchar, Blackie, Bozán y Thorry, exponían con su arte el corazón de la ciudad que se elevaba al lado del Río.


    
Y mientras la vida de las estrellas era mirada con exhaustivo cuidado por las autoridades y admirada por las mentes y los corazones del pueblo argentino, en la ciudad del buen aire Miguel de Molina sufría la cárcel en Villa Devoto por la “amoralidad de su vida privada y por haber dado motivo a escándalos en lugares fuera de su lugar de exhibición y de trabajo”.
    
Éstas eran las luces y sombras que se sucedían en la capital mientras transcurrían los 21 años en que Dalia vivió en el Zoológico, hasta su hora más oscura.

Un día de furia

Para el 18 de mayo de 1943 todos los concurrentes del Jardín Zoológico habían aprendido los diez mandamientos del buen visitante. Habían sido escritos por el director Adolfo María “Dago” Holmberg. El mismo que había recortado el presupuesto para el alimento de los animales cautivos, el que se vanagloriaba con sus delirios de oceanógrafo, el que había cerrado la publicación de la revista científica producida por sus antecesores y el que había respondido a la pregunta acerca de cuál animal le gustaba más con la insolente frase “la mujer”.


   Dalia, viudo ya de su primera compañera y acompañado por Cango – una elefanta de cinco años – abría sus ojos ese día nublado con toda la vitalidad de la jungla que su memoria podía recordar.
    Con los grilletes puestos, forzó la atadura poniendo en alerta a los paseantes y cuidadores. Hasta el mismo Dago tomó cartas en el asunto dispuesto a cortar por lo sano: llamó a la Policía de la Capital para que controlara la situación.
    El cuidador de Dalia que había acompañado al elefante en sus momentos más aciagos, conocedor de las penurias que había vivido en su templo minúsculo, presuroso preparó una torta de hierbas con bromuro intentando tranquilizarlo y disuadiendo a los uniformados, convencido de que el malestar pronto pasaría.
   Dicen en la India que cada cierto tiempo, los elefantes asiáticos padecen un momento de locura transitoria. Lo denominan “must”. Sucede habitualmente en la época invernal y muestra una duración menor a un mes siendo su origen aun en la actualidad bastante incierto. Lo que sí es bien conocido es que se vuelven sumamente molestos, expulsan una secreción de color ocre que le resbala por las mejillas y aumentan su apetito sexual; sin embargo en estas condiciones, las hembras – inteligentes ellas – suelen rehuirles. Orinan y defecan con mayor frecuencia, marcan los árboles que encuentran con sus colmillos y se hacen respetar por los machos no afectados. Como para una gran parte de oriente el elefante es un animal sagrado, acompañan ese momento de la vida del gigante, sujetando su pata a algún árbol resistente, regulando su ingesta y aguardando que ese malestar se disipe prontamente. Como se verá, poco podía hacer Dalia frente a los reclamos de su propia naturaleza. Ni árbol para marcar, ni espacio discreto para su pudor, y un riesgo extremo para sí, para su compañera y para los visitantes.
   Ciertamente pronto pasaría. Pero esto no era conocido por el aristócrata porteño. Y si lo era, no le importaba.
   La bestia había exhibido su lado salvaje y en su zoológico estaba prohibido bajo todo concepto. Ni Dalia, ni los demás animales que habían osado recurrir a sus recuerdos de naturaleza, merecían comprensión ni cualquier tipo de compasión. Ya el diario La Nación había dicho que Dalia era la mayor atracción del zoológico y no sería él quien le arruinara a Dago Holmberg el prestigio obtenido a su costa.
Cierto fue que el cuidador logró su cometido. Ese día 18 de mayo, Dalia cedió a sus ansias libertarias y abrazado a los efectos del bromuro, cesó en su intento de escapar de la vida artificial que le proveía el “Templo Hindú”.
   Todos cansados –el cuidador, Holmberg y los uniformados– terminaron el día temido con esperanzas de que todo volvería a ser como había sido hasta entonces: Dalia, el amigo de los niños, la mayor atracción del zoológico, el inteligente elefante que respondía a 21 órdenes que su cuidador amorosamente le había enseñado, el dios viviente encerradito en su rincón, el viudo triste y resignado que comía galletitas Bagley que los niños le arrojaban.


El día del Juicio Final

Liberado del efecto del somnífero, a la una de la tarde del día 19 de marzo de 1943, Dalía sintió nuevamente el poder de la naturaleza ocupando su cuerpo. Fuera de control, se arrojó una y otra vez contra los barrotes, decidido a conquistar la libertad perdida. Holmberg no dudó en convocar nuevamente a la Federal, armados de carabinas Máuser dispuestos a ocupar posiciones de tiro frente a la bestia en que el manso Dalia se había transformado ante los ojos de Dago.
   Ya nadie podía ingresar, el predio estaba cercado y la sentencia estaba firmada.
   Dalia elevaba su tropa intimidando – como lo hacía allá lejos y hace tiempo – al mundo natural que lo rodeaba. Sus congéneres sí comprendía la supremacía con que la creación lo había dotado y – de igual a igual – surtía el efecto esperado: espantar al enemigo, declarar su liderazgo o prepararse para la defensa de los más débiles.
   Nada de eso fue entendido por el mundo de los hombres, que con artefactos mortales estaba dispuesto a responder en un lenguaje que sólo sabía decir la palabra muerte.

    En vano el cuidador intentó tranquilizarlo y mediar entre el pelotón y la criatura salvaje, más salvaje que nunca. Los chorros de agua con una manguera – al mejor estilo de los ardides para desarmar protestas obreras o para calmar los ataques histéricos en los hospicios mentales del siglo XIX – de nada sirvieron. De hecho empeoraron la situación.
   La fuerza de ese ser viviente, ya de avanzada edad, pero aún con las convicciones claras acerca de que esa clase de vida ya no era soportable para él, hicieron que a las dos de la tarde, Dalia rompiera uno de los barrotes que lo mantenían en cautiverio.
   Dago Holmberg, el aristocrático burócrata, el megalómano científico que nunca pudo dar cuenta de sus atributos, estaba definitivamente convencido de la ejecución. El oficial a cargo dio la orden de abrir fuego. Cango, la hembra compañera de la “salvaje” atracción, se acercó a Dalia y con su trompa comenzó a enjugar la sangre que corría desde los lugares de impacto hacia el resto de su cuerpo. Y con una pequeña matita de pasto, limpiaba cada herida del enorme Dalia herido.Negándose Dalia a la compasión, con sus últimas fuerzas – resuelto a salir del paredón de fusilamiento a costa de su propia vida – arremetió con todo hacia el hueco abierto en la reja, logrando sacar medio cuerpo afuera. Y nuevamente, la orden de fuego, se volvió a escuchar sin piedad alguna.
   En esa trampa espantosa –si es cierto que la vida pasa ante los ojos de los moribundos– cada aroma de su infancia, cada recuerdo con la manada en su jungla añorada, cada momento de encuentro con su compañera, cada sonrisa de niño feliz por haber paseado en su lomo, cada amanecer y cada anochecer se hizo presente gracias a su prodigiosa memoria. También cada rostro del amo y señor de su miserable existencia en la Buenos Aires centenaria y cada mirada suplicante de su cuidador que nada pudo hacer para detener la masacre.
   Una hora de suplicio, proyectil tras proyectil, demoliendo la estampa del dios viviente que ya no era ni bestia, ni maravilla, ni atracción, ni siquiera inversión de los dineros públicos para ser cuidado.
    El espesor de su piel no evitó el ingreso de los proyectiles y la degradación de su carne y sus venas. Convertido en un manto de sangre, con la vista nublada, el sonido cada vez más apagado y distante de los gritos, los llantos de los niños que habían quedado detrás de la reja, el estupor de los porteños y el estallido de los flashes de la prensa que ya habían llegado al lugar de los hechos, marcaban el final de sus fuerzas y lo infructuoso de su intento. La cultura había triunfado sobre la naturaleza esta vez. Y Dalia lo supo íntimamente.
    Cuatro balazos en la frente, ocho en el abdomen, seis detrás de las orejas, y dieciséis diseminados por el resto del cuerpo. Treinta y cuatro heridas recibidas, su trompa inerte y la mirada desasosegada de Cangó, dieron paso al tiro de gracia: el campeón de tiro de fusil, J. Durán, buscó el blanco mortal en uno de los ojos.
    A las 15.01 hs. del nublado y caluroso miércoles 19 de mayo de 1943, Dalia se arrodilló y murió con la dignidad de un grande. Casi en oración, su cuerpo no se derrumbó jamás y lo que después viniera, sólo queda para el morbo de los asesinos y el dolor de las miles de almas infantiles frente a las cuales se les revelaba con claridad, la crueldad del mundo adulto frente a la naturaleza siempre sorprendente y desconocida.

El cielo de los elefantes
Si existe un cielo para los elefantes, seguramente está hecho de memoria. De miles recuerdos están hechas las nubes donde los elefantes retozan como en la pradera o la jungla de sus geografías natales. Libres corretean o caminan o nadan entre las imágenes que sus prodigiosos cerebros guardan inmutables; entre los sonidos que sus agudos oídos escuchan y distinguen y definitivamente, entre los instantes fotográficos de sus muertes a manos de la “civilización” humana.
    Es por esto que en este apartado, va nuestro pequeño memorial de algunos de los ilustres habitantes del cielo de los elefantes, acompañados a la antesala de su muerte por las manos tintas en sangre de los hombres falsamente poderosos considerados “los dueños de la tierra”.


Chunee
Chunee era un elefante indio, grande y poderoso que durante años sembró asombro y alegría en todos aquellos que acudían a verlo siendo la atracción del circo en Londres. Con anterioridad a su vida circense había trabajado en algunas representaciones en el Teatro Real y en el Covent Garden, debido a que su carácter tranquilo y apacible que le permitía participar en los escenarios teatrales. En 1826, una infección en una de sus colmillos le acusó un dolor intenso, sólo posible de expresar por medio de sus impulsos y rebeliones a las órdenes de su cuidador. El mundo humano parecía ajeno al sufrimiento de Chunee y las actuaciones continuaban, por lo que ya no quedaba otro espacio para expresar su dolor que no fuese el escenario. De este modo, en una presentación, salió corriendo y mató a uno de sus cuidadores.    Inmediatamente el “Tribunal de las Leyes” lo declaró insano y se ordenó su ejecución bajo un pelotón de fusilamiento como lo indicaba la ley – que en esa época – no distinguía entre humanos y animales. (¿?) Sin prisa pero sin pausa, un destacamento fue enviado al circo y la descarga de 152 disparos de mosquete recorrió cada centímetro de su piel. Insuficientes fueron para darle muerte, pero sí sirvieron para que su larga agonía estuviera acompañada por gritos desgarradores que “compadecieron” a uno de sus cuidadores que apiadándose de su sufrimiento, con una espada filosa, enorme y letal rebanó su cuello de una vez y para siempre.

Topsy
Cincuenta años después de la muerte de Chunee, nacía Topsy. En 1875 se encontraba en el circo Forepaugh a merced de las domesticaciones de un desalmado cuidador de quien soportó innumerables abusos: obligada a fumar habanos y todos los días recibir salvajes golpizas con cadenas y palos con clavos, la pequeña elefanta un día decidió decir basta y en enceguecida por el dolor y la impotencia arremetió contra el personal del circo, matando a tres hombres entre los cuales se encontraba su cruel entrenador.
   Nuevamente el mundo humano se reunió para debatir la condena que “se merecía” semejante peligro para la humanidad. La ASPCA –American Society for the Prevention of Cruelty to Animals– protestaba infructuosamente y finalmente el gobierno contactó a Thomas Edison para que diera una opinión. Edison, ni lerdo ni perezoso, encontró en esa oportunidad una excelente excusa para poner en valor sus trabajos e investigaciones sobre el estándar eléctrico, mostrando sus beneficios que luego le reportaría pingües ganancias en el mercado. Fue así que propuso ejecutarla electrocutándola utilizando corriente continua. Siguiendo los rituales mortuorios, le ofrecieron a Topsy su última cena –como indicaba la ley estatal– colmando su barriga de zanahorias que eran sus preferidas.
  En 1903, la elefanta Topsy –pequeña víctima de la crueldad humana– fue ejecutada por electrocución. Los 6600 voltios de corriente alterna que se le suministraron acabaron con su vida en menos de un minuto y todo fue presenciado en directo por más de 1500 personas, mientras Edison –que también estaba incursionando en el mundo del cine– filmó el evento, dejando la muestra del horror desvergonzadamente para la posteridad.



La Poderosa Mary

Mary, propiedad del circo Sparks World Famous Shows, cansada de maltratos y abusos por primera vez se defendió de las crueldades avanzando con toda su “elefantidad” contra un asistente novato recientemente contratado de nombre Red Eldridge en Kingsport. El herrero del circo, testigo de la condición “salvaje” de Mary, tomó venganza y le realizó 12 disparos que poca huella dejaron en la “bestia enloquecida”.
    Poco tiempo pasó para que la leyenda de la locura de Mary se acrecentara gracias a los periódicos sensacionalistas. Y así, de ese acontecimiento a convertirse en una asesina serial de hombres, hubo un solo paso. Era de esperarse, el miedo creció y la fama del circo corría peligro. El único modo de conjurarla y evitar la debacle económica de su dueño, Charlie Sparks, aprovechó la fama de la elefanta, promovió un juicio con todo el esplendor del asunto y resolvió ejecutarla en un espectáculo público donde hubo que abonar la entrada para ver el ajusticiamiento.
    La tarde del 13 de septiembre de 1916 fue llevada entonces al complejo ferroviario de Erwin, donde la gente estaba agolpada y ansiosa por ver cómo ahorcaban a la “elefanta asesina”. Ante un público de 2500 personas fue ejecutada por ahorcamiento tras un juicio. Las crónicas de la época relatan la escena describiendo cómo Mary había sido rodeada de cadenas y elevada por una grúa de los ferrocarriles. Dado su peso en el primer intento se rompió la cadena, por lo que Mary cayó al piso rompiendo sus patas traseras. Tras media hora se le puso otra cadena reforzada y transcurridos unos 10 minutos de agonía Mary dejó de existir.
    Si cerramos los ojos, podemos ver el cielo de los elefantes, donde Dalia, Mary, Topsy, Chunee y otros miles recorren – sabiéndose inmortales – las praderas y las junglas de los recuerdos de su infancia en libertad sabiendo ciertamente y sin olvidar jamás que el mundo de los hombres está condenado a desaparecer mientras siga dando rienda suelta a su propia crueldad.


Citas y Referencias
- DEL PINO, Diego A.: Historia del Jardín Zoológico Municipal. Cuadernos de Buenos Aires Nro. 55. M.C.B.A., Bs. As., 1979.
- “Trasladaron a Villa Devoto al artista Miguel de Molina” en Crítica, 1/8/43. En este triste artículo que desnuda la intolerancia para con la diversidad sexual, puede leerse: “En la nota de detención del Departamento Central de Policía se dice que el artista era conocido por la amoralidad de su vida privada y por haber dado motivo a escándalos en lugares fuera de su lugar de exhibición y de trabajo. También aduce el Departamento que se ha podido comprobar cómo el citado organizaba con frecuencia, juntamente con otros individuos, reuniones que calificaba de 'grandes orgías' que, al parecer, trascendieron al comentario público. Por último considera la nota que a las salas donde exhibió su repertorio habían concurrido como espectadores personas de dudosa moralidad. Todo ello ha determinado la mencionada resolución por la cual es deportado del país el llamado Miguel de Molina, previa detención realizada ayer. En las últimas horas de la noche, la jefatura policial dispuso el traslado de Miguel de Molina a la Cárcel de Contraventores, en Villa Devoto, donde permanecerá hasta tanto solucione los trámites de la inmigración para salir del país”.
- Según del Pino, en 1922 acudieron 1.241.000 visitantes; en 1923, 1.298.000 (aumento del 4,59%); en 1924, 1.280.000 (descenso del 1,39%); y en 1925, 1.131.000 (descenso del 11,64%). Onelli murió el 20 de octubre de 1924, de modo que se puede tomar el año de 1925 como el primero de la gestión de Dago.
- “Los tiros de las carabinas policiales pusieron fin a la existencia del elefante enloquecido del Jardín Zoológico” en Crítica, 19/5/43.
-Mural Biblioteca Popular Julio Cortázar http://labibliocortazar.blogspot.com.ar/p/novedades-de-bibliotecas-y.html
- Dalia, el elefante libertario (Versión completa de la nota publicada en Todo es Historia Nº 488, edición de marzo de 2008, y del cuadernillo Nº 3 [Colección Escrituras Tangenciales] editado por La Hidra de Mil Cabezas, Mendoza, República Argentina).
- Cuando los elefantes eran condenados a muerte – Blog Tejiendo el mundo / Tantas cosas por contar y tan solo una vida para hacerlo - http://tejiendoelmundo. wordpress.com/2010/07/28/cuando-los-elefantes-eran-condenados-a-muerte/
- Ilustración de Terry Fan.
- Ilustración anónima del asesinato de Chunee, 1826.
- Electrocución de Topsy, 1875.
- Linchamiento de Mary, 1916.
- Mural de la Biblioteca Popular Julio Cortázar, Córdoba.

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Revista El Abasto, n° 162, diciembre 2013


 

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