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Asociar la geometría con las relaciones humanas forma parte del pensar que a veces “todo es parte de un todo”. Por eso esta pequeña historia llamada:

Metamorfosis de un triángulo

Esa medianoche diáfana de noviembre, alguien estaba esperando sentado dentro de un auto importado, estacionado a unos metros de la esquina, mientras que en el edificio ubicado a mitad de cuadra sobre una avenida cualquiera de la ciudad, en un departamento del tercer piso que daba a la calle, se podía mirar a través de la mirilla que ofrecía la persiana de madera semilevantada, a una mujer de unos cuarenta y pico años de edad, de estatura mediana y de cabellos rubios, que iba y venía con ropas y perchas que depositaba sobre la cama.
    Ella hacía los movimientos con mucha determinación: cuando vació el placard, empezó a llenar las dos valijas de cuero que estaban sobre distintas sillas dentro de la pequeña habitación sobriamente amueblada. Casi veinte años de convivencia, de estar soportando la inercia y la pasividad de quien hasta ese momento era su pareja y que se iba acentuando con el correr de los años. Esa noche daba por finalizado un ciclo y decidió decir: basta.
     Él venía cruzando la plazoleta que justo desembocaba en la entrada principal del edificio; alto, delgado, con un rostro inexpresivo que denotaba cansancio.      Trabajaba en el sistema informático en oficinas de un banco, empleado ejemplar, dócil y sumiso, con mucha capacidad en el tema computación, siempre a disposición de sus superiores; como tenía problemas estomacales esa noche solicitó permiso para retirarse antes.
    Levantó la vista y vio la luz encendida de su dormitorio en el tercer piso; primero expresó asombro y en unos segundos comprendió la realidad de los acontecimientos al ver la silueta de ella vestida como para salir, desplazándose de aquí para allá en el interior de su habitación. Abatido, se sentó en un banco de esos de mármol sin respaldo y pensó que alguna vez esto iba a suceder, ya que las discusiones y las indiferencias estaban a la orden del día y cada vez con más frecuencia, haciendo de la convivencia una rutina diaria de reproches.
Cuando movió la cabeza vio casi en la esquina la luz de posición encendida de un auto con alguien adentro sentado; giró de nuevo la cabeza situando la vista en su alcoba, y ahora sí, la cruda situación marcaba el triángulo perfecto, con tres puntos en los vértices bien posicionados.
     Ella, ya con las valijas fuera del ambiente y a punto de apagar la luz y cerrar la puerta, miró el interior del departamento, volvió a entrar y caminó hasta la pequeña cocina, buscó en un cajón del bajo mesada un papel y un lápiz y en forma temblorosa, con letras grandes e indefinidas debido al movimiento nervioso de la mano escribió “perdón”. Ahora sí, apagó la luz, cerró, la puerta, tomó las valijas y fue hasta el ascensor que estaba al final del corredor.
     Él la vio salir del edificio y encaminarse hacia el coche; ahora el triángulo achicaba su ángulo, ya que el desplazamiento de uno de sus vértices se acercaba a otro.
     Alguien mucho más joven que ella salió del vehículo, tomó las valijas que le cedió gentilmente, abrió el baúl del automóvil y las introdujo adentro del mismo. Volvió sobre sus pasos, se besaron apasionadamente, formándose así una recta con dos puntos en sus extremos; él seguía sentado en el banco, resignado, sin alternativa posible, y ellos subiendo al coche.
     Al ir avanzando el rodado un punto de la recta se iba perdiendo en la lejanía hasta desaparecer y dejar solamente al otro punto, ubicado geométricamente en la intersección de las coordenadas sobre el banco de mármol de la plazoleta, con todo su dolor e impotencia a cuestas, cual si fuera una mochila cargada de culpas y arrepentimiento…

Daniel Cappelletti


Revista El Abasto, n° 181, julio 2015



 

 

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