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Historias del 900:

La Peste Negra de visita en Balvanera

El primer verano del siglo XX marcó un curioso y escalofriante episodio en Buenos Aires: casos de Peste Bubónica en conventillos de Yrigoyen y Alberti y Perón al 2800. Lo que empezó como una alerta sanitaria terminó en desalojos, quema de casas y exilios forzados al oeste.
    Los primeros meses del 900 no trajeron alegría estival a la aldea capitalina, que por ese entonces trepaba como faro cosmopolita de la Belle Époque: primero una ola de calor dejó muertos e insolados en casas y veredas, después la Peste Negra, un sufrimiento medieval, arribó al Plata en busca de vidas porteñas.
Durante semanas las ambulancias tiradas por caballos iban de un lado al otro ante casos de insolaciones. Desde los centros de asistencia más de una vez tenían que llevar cuerpos sin vida a los cementerios, volver y continuar con la asistencia de nuevos enfermos. “Las víctimas del calor”, titulaban diarios de la época y mostraban cortejos fúnebres, médicos desbordados, calles semivacías al resplandor mortífero.

Casa calle Cangallo 2883, donde se produjo el segundo caso. Caras & Caretas.

Mañana zarpa un barco
En este contexto, llegó de Europa la Peste Negra a Sudamérica. El mal bajó del norte a la Capital: “En el mes de octubre último (el de 1899) se produjeron á bordo del vapor «Centauro», que hace la carrera entre Buenos Aires y Paraguay, varios casos de muertes rápidas que fueron calificadas de sospechosas”, evocó Caras y Caretas en febrero de 1900. “La misteriosa enfermedad había sido propagada por unos marineros portugueses que servían en él, y sea de ello lo que fuere, á los pocos días hizo su aparición la peste en los cuarteles de Asunción”.
    En enero se produjo el primer caso en Formosa, tras la llegada de unos barcos costeros “cargados de fruta” que habían violado la escasa “vigilancia sanitaria”. Una niña llegada del Paraguay y dos niños formoseños fueron las primeras víctimas.
   La alarma se disparó en el litoral: la Peste había llegado a Rosario, donde falleció una lavandera mayor de edad llamada Filomena. En la ciudad hubo temor, pero también bronca. Agustina Prieto, investigadora del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), contó a La Capital que los diarios de época informaron sobre el asunto pero “de común acuerdo” postularon que había “una suerte de complot de los exportadores de Buenos Aires para cerrar el puerto de Rosario y creen que de ese complot participan los médicos de Buenos Aires”.
   Entre roces con autoridades de Higiene nacional, los rosarinos abrieron un lazareto en el barrio Villa Etchegorta con boticas y pabellón de autopsias. Fueron a parar muchos peones de barrancas rurales. Se aisló por un tiempo a la ciudad y se tomaron medidas urgentes. Sin embargo, la Peste siguió su viaje al sur.


Habitación del niño enfermo de bubónica. Caras & Caretas.


Horizonte porteño

Otra vez, al igual que en las epidemias de fiebre amarilla de entre 1852-1871, las vidas porteñas estaban en riesgo. El primer caso porteño ocurrió en el edificio de Talcahuano 22. “La víctima, que ha fallecido ya en la Casa de Aislamiento, es el individuo Sebastián Caseñere, que trabajaba como peón en el 11 de Septiembre, en uno de cuyos molinos, el del señor Etcheto, que tiene frecuentes comunicaciones con el Rosario, se han presentado entre el personal los primeros casos. El segundo caso sospechoso se produjo en un conventillo, también del 11 de Septiembre, Cangallo 2883 (actual Perón), en la persona de don Remigio Rusconi, y luego han seguido denunciándose casos sospechosos en el mismo barrio”, agrega Caras y Caretas en su edición número 77, del 24 de marzo de 1900, bajo el título “Contra la Bubónica”. Los funcionarios locales aislaron a “aquellos que presentaban algunos caracteres que inspiraran desconfianza” y a sus vecinos. Todos quedarían bajo “rigurosa observación”.
    Mientras tanto, las autoridades desalojaban las viviendas sospechadas de incubar la Peste. Luego las quemaban sin más vuelta. Así ocurrió en las casas de la calle Castelli 21 a 31, Perú 729, Gascón 278, Cevallos 935, Necochea 936, Caseros y Labardén, Industria471 y Andes 1788 (según nombres de la época).
Habían desarrollado un protocolo al respecto: demolían la construcción, removían la tierra, ponían vallas de madera en torno a la habitación del supuesto infectado y luego regaban cercos de zinc, “obra de hábil estrategia, para cazar lauchas de «malas pulgas», es decir, de pulgas bubónicas”.


Vista exterior del conventillo aislado en la calle Alberti. Caras & Caretas.

Arde Balvanera
“La que merece especial mención es la situada en las calles Alberti y Victoria (Hipólito Yrigoyen)”, enuncia la revista. Dicha casa, ubicada a metros de Plaza Once, “era una de esas colmenas humanas, llamadas conventillos, en los que, generalmente, «toda suciedad tiene su aposento»”.
   “Enfermóse uno de sus habitantes, Rómulo de Nicolari, y declarado sospechoso, la casa fué condenada á que el fuego la purificase. Todos los que moraban en su interior fueron detenidos, privándoseles de que se repartiesen por la ciudad y se convirtieran en transporte de los «posibles gérmenes de la enfermedad». Vanas fueron las protestas de los que á hacerlas se atrevieron”.
   “La casa fué quemada presenciando aquel pseudo auto de fe la comisión vecinal compuesta por los señores Luis A. Mohr, inspector de la sección, Emilio Dávila, José Romero y Eugenio Acosta”. “Quienes lamentaron más el incendio fueron el dueño de la casa y las ratas que en ella residían y no pudieron «huir de la quema»”.

Las ambulancias llegando a la estación Once de Septiembre. Caras & Caretas.

De Once a Liniers
Los vecinos de la calle Andes fueron llevados en ambulancia hasta la estación Once para ser llevados a un lazareto. Era un cuartel militar en el barrio de Liniers que tenía 168 mil metros de superficie, con amplias habitaciones. Lo mismo pasó con residentes de otros conventillos incendiados.
    “En los vagones se escuchaban todos los idiomas y casi todos los dialectos de la Europa Meridional. Aquella gente, en su lengua, decía mil pestes de la Bubónica”, cuenta Caras y Caretas. En un primer viaje se llevó a 216 personas, luego a 147. Algunos antes habían residido en una Casa de Aislamiento y luego fueron llevados al oeste porteño.
    El terror a la muerte ensombreció el tono de la prensa. Por caso, en la edición del 21 de abril de la citada revista el redactor Eustaquio Pellicer dijo: “Somos, pues, nación grata a la muerte, y podemos vanagloriarnos de figurar entre los pueblos más fúnebremente progresistas y que más acelerados marchan por el camino del cementerio”.
    El rastro de los habitantes forzosos del lazareto se pierde de vista en la prensa de aquel tiempo, sin embargo sus vivencias fueron parte de uno de los momentos más angustiosos para la población porteña desde aquella histórica epidemia de fiebre amarilla que barrió con buena parte de la población local, un momento en que la angustia y la incertidumbre, también los excesos públicos, pasearon por las calles y avenidas con parca impunidad.

Juan Manuel Castro
[email protected]


Revista El Abasto, n° 188, febrero 2016



 

 

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