Recuerdos nocturnos
Durante ese instante saqué
de mí toda la ira y la volqué
en ella, en su joven y cuidado cuerpo. Enterré
en su espalda lo extenso del filo del cuchillo,
pero no una vez, sino varias, muchas, no
sé cuantas. Infinitas. Las últimas
veces ya no tuve que hacer fuerza, la carne
ya no se resistía.
Empecé a
sentirme más tranquila, aliviada.
Una tenue mueca dibujaba ya mi rostro. Saqué
fuerza de donde pude, la tomé de
las piernas y la metí en el arcón
de madera. Ése en el que hace años
guardo cosas que no sirven y que días
atrás no sé por qué
lo vacié. Con trapos viejos limpié
todas las manchas que delataran lo que había
ocurrido.
Abrí los
ojos. No comprendía dónde
estaba. Todo se hallaba en penumbras. Me
sentía inmóvil, entumecida
y húmeda. No entendía lo que
sucedía. Posé mi mano derecha
sobre la frente y la sentí empapada.
Recorría con los ojos el espacio
de derecha a izquierda y de izquierda a
derecha. Vi el techo y reconocí los
muebles. ¡Qué alivio! ¡Qué
locura! Es mi cuarto. Me siento en
la cama y miro el reloj. Tres y veinte de
la madrugada. Levanto un poco más
la vista en busca de ella. La cama estaba
todavía hecha. Nunca se acostó.
La llamé en un susurro. No
contesta. Alcé el tono. Me respondió
el silencio. Sigue enojada, estoy segura
de que me escuchó. Me quedé
quieta, pensé en qué hacer,
me ganó la ansiedad. Cada minuto
parece una hora. Me levanté sigilosamente
y recorrí el cuarto. No dijo que
saldría. Fui hasta el baño.
Corrí la cortina de la bañera
y solo encontré la gota que noche
a noche perfora mis oídos.
Seguí
buscando, entré en la cocina, encendí
la luz y un reflejo me encegueció
por un instante. No está, no
la encuentro, no responde... ¿Por
qué me siento tan nerviosa?
Mi respiración se hacía cada
vez más y más fuerte. Me costaba
respirar. Fui a la habitación contigua.
La inspeccioné de un vistazo, Me
paré frente a la ventana. Miré
el cielo buscando la tranquilidad que no
lograba encontrar. En la calle no había
un alma. El silencio era perturbador. La
sensación de vacío ganaba
en mi mayor nitidez a cada momento.
Ya sé,
pero como no me di cuenta antes, la llamo
al celular. Tomé mi celular
y busqué su número en el directorio.
Comenzó a llamar. ¿Qué
es ese ruido? Traté de orientar
mi oído en dirección al sonido
que escuchaba. Se me confundía con
el sonido que provenía desde mi propio
teléfono. No, el ruido que escucho
es su celular, acá en casa. Seguro
que salió y se olvidó llevarlo.
Qué olvido más raro, ella
siempre pendiente de los mensajitos de Julio.
Busqué más. ¿Dónde
está sonando? Venía del
dormitorio, se escuchaba como envuelto en
algodón. Estará adentro
de la mesa de luz. No, no, debajo de la
almohada.
Cuando de golpe
preferí haber seguido durmiendo y
no vivir esta realidad. El sonido que se
convierte en eco parece venir desde el arcón.
Ese en el que hace años guardo cosas
que no sirven y que días atrás
no sé por qué lo vacié.
Tengo miedo. ¿Cómo fue
a parar ahí adentro? A no ser que
haya caído accidentalmente.
Respiré profundo.
Tomé el cerrojo. Levanté la
tapa. Quería no mirar, pero debía
averiguar lo que estaba sucediendo. A medida
que abría la tapa el sonar del teléfono
se transformaba en un agudo grito de dolor.
¡No!,
no puede ser lo que estoy viendo, es ella,
es mi pesadilla.
Guillermo Gabriel
Giglio
Revista El Abasto, n°
112, agosto, 2009.