Hay algo muy interesante del verano porteño que se produce luego del agite infernal del mes de diciembre, cuando para fin de año se va tanta gente. Luego viene enero con una más baja cantidad de habitantes en esta gran metrópolis, cuestión que por suerte se sostiene bastante bien hasta mínimamente la primera quincena de febrero. La segunda parte de este mes no es tampoco tan álgida como suele ser el resto del año. Y marzo tiene esa particularidad de que si bien las familias están de vuelta hay menos jubilados. Lo cual se siente menos, porque en realidad lo realmente molesto, salvo en una conglomeración de gente, es el tránsito. Por esa particularidad es que me gusta la ciudad en verano, hay menos autos. Pero claro que resta lidiar con otro tema: ¡el calor infernal!
La mente humana se ha acostumbrado a solucionar su problema descuidando lo externo, como si fuésemos en el fondo universos diferentes. El automovilista que no respeta al peatón olvida que él mismo, gran parte de su tiempo, también es peatón. El que pone el aire acondicionado para estar fresquito en su refugio mientras emana todo ese calor hacia afuera actúa de modo similar. Si no me creen, pongan la mano donde el aparato saca ese aire caliente. Ahora, sumemos ese calorcito de todos los aires acondicionados y notaremos un porqué ha subido tanto la temperatura en la ciudad. Una vuelta escuché de un buda que cuidaba muchísimo el agua que usaba y con la que se bañaba; cuando alguien le preguntó por qué él explicó que no quería usar de más para que alcance para apagar el fuego. ¡Fuego que había en una provincia lejana! ¡Vaya si comprendía ésto de que todos somos uno!
Una enseñanza en mi hogar siempre fue que “la comida no se tira”. Cuando me tocó críar hijas pequeñas me creí más inteligente que esa sabiduría popular y riendo una vuelta dije algo así como: “¿En qué cambia que tiremos algo en casa, si lo que está mal repartido no cambia si tiro algo de mi plato?”. Hoy no puedo estar más arrepentido por haber enseñado eso mal. Claro que luego me desdije, les expliqué que estuve errado. Que si yo, vos, Pedro y María tiramos comida no le va a alcanzar para otros. Que la ciencia seria hoy habla del efecto mariposa. ¡En definitiva, que la comida no se tira! Que todo está entrelazado y que la comida es sagrada porque nos permite seguir encarnados en salud en este cuerpo fabuloso que aloja nuestro espíritu.
Reflexionando en qué me llevó a pensar cosas llegué a la conclusión de que mi ego había incorporado algo de un concepto ateo, materialista y cientificista sin demasiado análisis. Ese del que estamos bombardeados. Luego la vida me demostró de una y mil maneras de lo absurdo de ese planteo. De lo sagrada que es la vida, del milagro de esa expresión divina que está reflejada en la naturaleza y de que yo -pese a habitar en esta gran colmena/hormiguero/ciudad, siendo un ser humano, un animal de manada y no un insecto- también poseo.
Sin duda me falta mucho por comprender y por conocer. Pero hoy, si logro vivir sin perjudicar mi entorno ofreciendo semillitas de esos conceptos a otros, me doy por satisfecho. Diría un buda, no acumular más karma. Y pagar el que aún quede. Así que mi última vivienda no tiene aire acondicionado. Y no lo extraño para nada. Cuando vienen esos días intensos de tanto calor aquieto mi marcha y pienso que pronto eso también pasará… Y si eso no alcanza recuerdo lo frío que puede llegar a ser el invierno.
Rafael Sabini